A Daniela Soto-Innes en 2019 le dijeron que era la Mejor Chef del Mundo. Tenía 28 años, cuatro restaurantes en marcha y una ciudad como Nueva York orbitando alrededor de su cocina. La historia se contaba sola: la mexicana que había conquistado la alta cocina estadounidense antes de cumplir treinta.
Sin embargo, ella lo recuerda con más ruido. De niña había fantaseado con que un día alguien la llamara "chef". Se lo dijeron a los 19. Después vinieron los premios, las listas, las fotografías, las cocinas que funcionaban como relojes militares. Y, metida en esa coreografía de reconocimiento, apareció algo que no encajaba en la épica del éxito: una incomodidad difícil de nombrar.
"Lo más peligroso que te puede pasar es el éxito", dice ahora. No lo dramatiza; lo constata. "A veces, admite, ni siquiera se lo desearía a nadie; pero sí...", reflexiona. Cuando anunciaron el premio, lo primero que pensó fue: "chin, ¿ahora qué voy a hacer?" El reconocimiento llegó cuando, en sus palabras, "todavía no había terminado de conocerme".
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Daniela Soto-Innes
La pregunta dejó de ser qué más podía ganar y empezó a ser otra, más íntima: si quería seguir viviendo así, de turno en turno, de apertura en apertura, con la vida organizada en servicios y vuelos, sin un lugar donde detenerse a respirar. Ahí inició todo.
Hoy, cuando recorre Rubra, casi siempre va vestida de negro. Un negro sobrio, limpio, al que le cambia el sentido con un gesto mínimo: un sombrero. Uno para caminar el huerto, para estar al frente de la cocina, la sala, para ser la anfitriona en una cata de tequila de Casa Dragones. Como si, en lugar de bastón de mando, hubiera elegido un sombrero de mando. Es alta, mucho, pero se mueve con la curiosidad ligera de una niña: mirada cálida, sonrisa sincera y elegancia que no empuja.
La respuesta no fue otro comedor en otra gran capital, sino una ladera en Nayarit, frente al Pacífico. Después de la pandemia, Daniela y su círculo cercano se hicieron una pregunta sencilla y brutal: si pudieras empezar de cero, ¿dónde sería? Su lista fue corta: la playa, con amigos y tiempo.
La encontraron bajo el lobby del W Punta de Mita, en una pendiente que baja hacia el mar. Podía haber sido un jardín de resort. Pero ella decidió otra cosa: que ahí no nacería un restaurante decorado solo con plantas, sino una cocina que literalmente saliera del suelo.
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Rubra
Lo primero fue voltear la tierra y al mar. Una vez, otra vez y seis veces más. El equipo de W Punta de Mita removió el suelo, su equipo probó semillas, reforzó el invernadero para soportar lluvias que en esta costa a veces parecen caer de lado. "Queríamos chaya, hoja santa, todas las hierbas medicinales mexicanas que te puedas imaginar. Papaya, mango, guanábana, flor de Jamaica…", enumera, como si todavía las estuviera acomodando con las manos.
En el huerto, Daniela se detiene frente a las plantas como quien revisa una idea: toca hojas, las huele, pregunta, escucha. Habla con el equipo, decide qué se queda, qué se trasplanta, qué todavía no está listo. El jardín no es un telón de fondo verde, sino el taller abierto donde empieza la conversación de Rubra.
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Chef Daniela en el huerto
Rubra se tomó más de dos años en construirse. Para una gran cadena, un exceso, pero no para W Punta de Mita. Para ella, un ajuste de velocidad.
Todo está hecho a mano: los muros, la loza, el comal que parece escultura, las ollas diseñadas especialmente para esta cocina. El tiempo invertido no es un lujo decorativo; es un gesto de resistencia frente a una industria acostumbrada a abrir en tiempo récord.
Rubra funciona todo el día, pero su voz más potente aparece en la noche, cuando el equipo arma un menú a la carta y un recorrido de nueve o diez tiempos. No hay despliegues estridentes: hay tostadas de carambolo crujiente con tomates dulces que estallan, callo de hacha de Sinaloa en aguachile de verbena de cedrón, platos que parecen sencillos hasta que alguien intenta contarlos.
La música acompaña como otro ingrediente. No está para rellenar silencios, sino para desacomodar el cuerpo: en pleno servicio puede sonar “Cariñito” en la voz de Lila Downs y, más tarde, algún tema de Los Rodríguez. Entre plato y plato hay mesas que terminan moviendo el pie, el hombro, la cintura. No es raro que alguien se levante apenas, medio centímetro de la silla, como si el restaurante estuviera a punto de convertirse en una fiesta pero se contuviera justo a tiempo.
"Queríamos que, aunque el espacio no fuera grande, se sintiera como un capullo, una cueva, pero también un lugar para divertirse", dice la chef Daniela. Hay algo de eso: Rubra no se comporta como restaurante de hotel, sino como casa prestada frente al mar donde todo está cuidadosamente puesto, pero nada parece en pose.
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El ónix verde de Puebla equilibra y enraiza. Purifica el espacio.
La cocina de Rubra se define como "tropical del Pacífico mexicano", pero a Daniela no le interesan las etiquetas sino las historias que sostienen cada plato. Cuando le pides que elija uno "con historia bonita", no contesta de memoria: pide la carta. "Creo que todo tiene una historia", dice, y llama a Andy para que le acerque el menú de la noche. Lo abre como quien revisa un álbum.
Empieza por algo que podría pasar desapercibido: una salsa de tunas. “Pues mira, hacemos una salsa de tunas”, dice, y se va directo a la materia prima. Recuerda el momento en el que decidió mirar la fruta no como relleno de agua fresca, sino como un ingrediente con reglas propias: entender “cómo funciona un ingrediente”, aprender que la tuna “tiene mucho azúcar” y que, al tocar el comal, se carameliza y cambia de carácter. A partir de ahí, la ecuación es simple y poderosa: observar, probar, dejar que el ingrediente diga qué quiere ser.
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Barbacoa de cordero, maracuyá, salsa Szechuan.
Luego pasa al aguachile de cedrón con callo de hacha, y ahí la historia se vuelve familiar. Cuenta que una de las cosas favoritas de su bisabuela era el té de cedrón. Esa memoria, sumada al tiempo que vivió en Washington usando muchísimo esa hierba, termina en un gesto que parece obvio solo después de que alguien lo hizo: “¿por qué no el callito con cedrón?”. El plato no es solo un marisco perfecto frente al Pacífico; es un punto de cruce entre la cocina de la bisabuela, una vida en otro país y el clima de Nayarit.
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Callo de hacha de Los Mochis, nopal, kombu, guacachile de cedrón.
Durante años, en muchas de las cocinas donde trabajó, Daniela era la única mujer y la más joven. En Rubra, el cuadro se invierte. La mayoría del equipo son mujeres, pero sí hay hombres y muy talentosos con las que ha cruzado ciudades y etapas: de la Ciudad de México a Nueva York, de Washington a Nayarit. A ellas les dice “las chiquis”.
El apodo, que en otras bocas podría sonar condescendiente, aquí funciona como contraseña de familia. Son sus socias, sus cómplices, su espejo. “Si tú eres líder, tienes que buscar a mujeres líderes y apoyarlas, y apoyarnos”, dice. Y añade algo que repite con calma: las oportunidades se definen por talento, no por género. Pero sabe que si ella no abre ciertas puertas, pocas manos lo harán desde afuera.
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Wine o’clock con Andy
Daniela creció en equipos deportivos. En su casa, la regla era clara: si quieres jugar sola, cambia de disciplina. En Rubra, esa lógica se mantiene. No hay equipo de niñas y de niños: hay equipo. Pero con los años también entendió que las mujeres siguen cargando un tramo más empinado. “Solo podemos descansar hasta que ya seamos iguales, y todavía no es un mundo así”, admite.
“Queríamos hacer una cueva que se sintiera como el vientre de una mujer”, explica. Eso, en términos concretos, significa renunciar a las aristas. Nada de esquinas agresivas. Todo suave, con curvas, con una especie de movimiento interno. El restaurante está tallado en piedra rosa clara; el techo ondulado deja pasar la luz en franjas que cambian a lo largo del día. Es posible intuir la hora solo con levantar la vista.
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Rubra
La loza sigue la misma ética. Durante años, le dijeron que el plato era secundario, que cualquier base blanca servía. No está de acuerdo. “Sí importa”, insiste. Importa para la cocinera, que trabaja sobre algo que le inspira, e importa para quien se sienta a la mesa y entiende —sin que nadie se lo explique— que ahí hay una decisión.
Por eso diseñaron vajilla específica, pidieron a Mauviel una serie de ollas adaptadas a Rubra, y llamaron a Carlos Matos para crear un comal que podría estar en un museo: sin clavos, con líneas que recuerdan a ciertos edificios de la arquitectura moderna mexicana y al volumen de Rectoría en Ciudad Universitaria; para Daniela, también a un tocadiscos. El mismo lenguaje aparece en los relieves de madera, en los tonos de la cocina abierta, en los detalles mínimos.
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Luz en la cocina
Hay algo que sí está resuelto. Su sueño americano nunca fue quedarse allá. Era volver. De niña le decía a su mamá que se iría de la casa, que no la iban a ver, que estaría “en México comiendo quesadillas todo el día”. Ahora se ríe. “Estoy viviendo mis sueños. Estar aquí en México; es el mejor país del mundo”.
Rubra es eso: el lugar donde una cocinera que ya había llegado a la cima decidió volver a la raíz, literalmente, para comprobar que el éxito también puede ser recuperar el derecho a ir al ritmo de la propia vida.
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Rubra


