López Obrador publicó “Grandeza”, en el que continúa con su interpretación a modo de la historia para dotar de sustento ideológico a su movimiento. Se trata de una narrativa que presenta a la Cuarta Transformación como la culminación de los momentos “decisivos” de la historia nacional, entendidos no como procesos complejos y contradictorios, sino como una sucesión de hitos épicos que desembocan de manera providencial en el presente.
En esa lectura, el primer gran momento es la Independencia, el segundo la Reforma, el tercero la Revolución y el cuarto, el actual, en el que se asume como heredero legítimo de los tres anteriores y como punto de relanzamiento de la historia nacional. Desde esta lógica, quienes hoy gobiernan no solo administran el poder, sino que se conciben a sí mismos como depositarios de una misión que deviene de los pueblos originarios.
En “Grandeza”, López Obrador hace de los orígenes prehispánicos una herencia idílica que nos sigue marcando hasta la fecha si somos capaces de reconocerla.
El problema central de esta narrativa es su carácter selectivo y simplificador. Se trata de una visión populista que reduce la complejidad histórica a un esquema binario: héroes y villanos, momentos luminosos y etapas oscuras, pueblo y enemigos. En ese proceso se ignora o se minimiza deliberadamente un elemento constitutivo de lo que somos como nación: el mestizaje.
En el primer momento, el discurso de la 4T prácticamente borra el periodo colonial o lo presenta únicamente como una intrusión violenta que debe ser repudiada. De ahí la insistencia en exigir a España una disculpa por las atrocidades cometidas durante la Conquista. Nadie niega la violencia, la explotación ni las injusticias de ese periodo; sin embargo, lo que resulta inconcebible es desconocer que México, como pueblo y como cultura, es producto de ese proceso histórico.
Negar la Colonia es negar el mestizaje. Y negar el mestizaje es negar nuestra identidad. Como lo señaló Carlos Fuentes en “El espejo enterrado”, la riqueza de México no está en una pureza originaria inexistente, sino en la capacidad de haber mezclado tradiciones, lenguas, cosmovisiones y formas de organización. Nuestra fortaleza cultural, social y política proviene justamente de esa síntesis, no de su negación.
Sin embargo, en la narrativa de la 4T este elemento desaparece. O bien se convierte en una omisión conveniente, o en una némesis más dentro del relato. La historia deja de ser un proceso de encuentros, conflictos y reconciliaciones, para convertirse en un expediente moral. Algo similar ocurre con el segundo gran momento histórico. Todo el siglo XIX es reducido a una confrontación entre liberales virtuosos y conservadores reaccionarios. La complejidad del proceso de construcción del Estado mexicano queda sepultada bajo una lectura maniquea, en la que el quehacer de Juárez es exaltado por su origen indígena, como si su legitimidad histórica derivara de ello y no de un entramado mucho más amplio de decisiones, contradicciones y contextos.
El tercer momento, la Revolución Mexicana, es presentado como la gran epopeya nacionalista y social. Sin duda, se trata de un pasaje fundamental de nuestra historia, con conquistas sociales que deben ser reconocidas. Pero también fue un periodo marcado por la violencia, los abusos de poder y la consolidación de un régimen autoritario que, con distintos matices, dominaría al país durante décadas.
La narrativa de la 4T se vuelve más reveladora cuando todo lo que corresponde a la transición democrática queda prácticamente borrado. Desde los años setenta hasta 2018, la historia oficial del movimiento reduce ese largo periodo a una sucesión de traiciones, fraudes y políticas neoliberales. Los actores centrales de la alternancia política, la apertura electoral, la construcción de instituciones autónomas y el pluralismo quedan fuera del relato.
En este esquema, los nuevos enemigos son los “neoliberales”, encarnados en figuras como Salinas y Calderón. La transición democrática se reduce, en el mejor de los casos, al supuesto fraude electoral de 2006. Todo lo demás, los avances, las reformas, los contrapesos institucionales, simplemente no existen.
Así, la 4T se erige como el punto final y, al mismo tiempo, como el inicio del futuro. Se presenta como heredera legítima de los grandes momentos históricos y como única intérprete válida del pasado. Esta es la lógica clásica de los gobiernos populistas: simplificar la historia para legitimar el presente, eliminar los matices para reforzar la identidad del movimiento y convertir a los adversarios en enemigos morales.
No es casual que López Obrador publique este libro en un momento en el que la actual presidenta no celebra el primer año de su gobierno, sino el séptimo año del movimiento. El expresidente reaparece como el sostén simbólico y político del proyecto, reafirmando que la narrativa sigue siendo la misma, aunque cambien los rostros en el poder.
Morena ha eliminado capítulos enteros de la historia para colocarse a sí mismos como los héroes exclusivos del relato nacional. Todo aquello que no encaja en su visión es degradado, etiquetado como enemigo o condenado al olvido.
El riesgo no es menor. No es de sorprender que esta lectura ideologizada de la historia se convierta en el eje de los nuevos libros de texto, con la intención de formar generaciones enteras bajo una visión parcial y dogmática del pasado. No se trata de una discusión académica, sino de un proyecto de poder que entiende la historia como herramienta de legitimación y de control simbólico.
Cuidado con confundir la pedagogía con el adoctrinamiento. Cuidado con aceptar una versión oficial que elimina todo aquello que no conviene al poder en turno. Cuando se empobrece la historia, se ensombrece el futuro.
