No es solo un acuerdo.
“Es una gran oportunidad, la más grande que tiene la UE y el Mercosur. Significa el nacimiento de una comunidad para los próximos veinte años. Sería el gran cambio de calidad entre dos culturas y dos historias similares. Nadie espera a nadie”.
La frase del canciller uruguayo Mario Lubetkin pone en blanco sobre negro lo que está en juego: la urgencia y la magnitud de una decisión largamente postergada.
Tras más de dos largas décadas de negociación, el acuerdo Mercosur–Unión Europea se firmaría en el primer mes de 2026. Lula aceptó la solicitud de la primera ministra italiana de posponer la firma para enero. El cambio de opinión de último momento por parte de Meloni echó por tierra el objetivo de firmar el acuerdo el 20 de diciembre. Una nueva dilación que genera impaciencia y desánimo, pero que debería ser la última.
El acuerdo es mucho más que un tratado comercial. Es una señal política potente en un mundo que ya no se parece al que vio nacer las negociaciones. La arquitectura global se está reconfigurando y los alineamientos estratégicos dejaron de ser lineales para volverse múltiples, variables y, muchas veces, contradictorios. Con él surge una pregunta clave: ¿cómo capitalizarlo para impulsar un salto de competitividad, integración y desarrollo productivo?
La fragmentación geopolítica es el telón de fondo. La rivalidad creciente entre Estados Unidos y China tensiona el sistema internacional y obliga a países y empresas a repensar su posicionamiento: diversificar riesgos, asegurar insumos críticos, redefinir alianzas y, sobre todo, evitar quedar en el medio sin una estrategia clara.
Europa tiene sus debates, pero también posee sus propias urgencias. El prestigioso medio francés Le Grand Continent lo expresa con claridad: “este acercamiento es crucial para una Unión Europea cada vez más aislada en un mundo hostil a sus valores y a sus intereses. América Latina y sus 668 millones de habitantes constituyen una prioridad”. Más allá de la distancia geográfica, el vínculo cultural, lingüístico y productivo vuelve a cobrar relevancia.
En este tablero, quienes actúan con pragmatismo —sin renunciar a valores ni intereses estratégicos— encuentran ventanas para interactuar con más de una potencia a la vez. La lógica binaria del siglo pasado ya no ofrece respuestas eficaces.
A esto se suma el auge del neoproteccionismo. Las reglas del multilateralismo se erosionan y proliferan barreras normativas, ambientales, sanitarias y tecnológicas. En ese contexto, un acuerdo basado en previsibilidad y normas claras es una buena noticia. No elimina la competencia: la ordena.
El Mercosur llega a este punto con debilidades evidentes. La integración interna se debilitó, las divergencias entre socios se profundizaron y el bloque quedó, en los hechos, como una unión aduanera defectuosa. Este acuerdo puede funcionar como punto de reinicio: una oportunidad para reconstruir su agenda externa y reposicionarse internacionalmente.
En un mundo que premia escala, certificación, trazabilidad y transición energética, la región no puede seguir discutiendo hacia adentro mientras el mapa global cambia afuera. No casualmente, otras regiones también golpean la puerta del Mercosur. La transición energética, los minerales críticos y la seguridad alimentaria se convirtieron en prioridades globales, y América Latina —con recursos, biodiversidad y talento— volvió al centro del tablero.
El valor estratégico es contundente. De entrar en vigor, el acuerdo conformará un mercado de más de 745 millones de consumidores y un PBI cercano a los US$ 22 billones, casi el 20% de la economía mundial. Pero su relevancia no es solo económica: puede fortalecer cadenas de valor resilientes, asegurar abastecimiento estratégico, elevar estándares productivos e impulsar integración intrarregional.
Para el Mercosur, también representa un habilitador reputacional. Una señal de previsibilidad y apertura que puede reactivar negociaciones con otros socios, ampliar mercados y diversificar exportaciones. Europa demanda alimentos, energía, minerales críticos y servicios basados en conocimiento: áreas donde la región tiene escala y ventajas claras.
Para la Unión Europea, los beneficios son igualmente evidentes: acceso confiable a recursos estratégicos, mayor inserción en sectores clave del Mercosur y convergencia con acuerdos ya firmados en la región. No es concesión: es intercambio de ventajas en un mundo que busca estabilidad.
Específicamente para la Argentina, el acuerdo introduce mejoras concretas en sectores donde ya existen ventajas competitivas. La eliminación del arancel para la carne de alta calidad bajo la Cuota Hilton mejora de inmediato la rentabilidad del complejo cárnico y consolida su posicionamiento en el mercado europeo de mayor valor. En paralelo, la liberalización gradual del comercio de vinos, junto con el reconocimiento de indicaciones geográficas y prácticas productivas, y el acceso libre de aranceles para productos pesqueros y ciertos cítricos, reducen barreras y amplían oportunidades de exportación en segmentos de alto ingreso
Por otra parte, el acuerdo implica un salto institucional clave al establecer reglas claras, previsibles y alineadas con estándares europeos en áreas como servicios, comercio electrónico, propiedad intelectual, compras públicas y facilitación aduanera. En los hechos, esto funciona como un sello de calidad institucional que reduce riesgos, facilita el acceso al financiamiento y acelera decisiones de inversión, permitiendo que más empresas y regiones del país se integren de manera sostenible a las cadenas globales de valor. Para un país flojo de papeles como el nuestro, es un pasaporte a los mejores estándares.
El verdadero desafío comienza después de la firma. Tres aspectos serán determinantes.
Primero, la dinámica de inversiones. Sectores como minería, energías renovables y servicios basados en conocimiento podrían atraer capital europeo, apoyados por líneas de financiamiento estimadas entre €1.500 y €1.800 millones para tecnología y productividad.
Segundo, el capítulo ambiental. Los compromisos alineados con el Acuerdo de París, el control de la deforestación y las exigencias ESG serán crecientes. Exigentes, sí, pero también una fuente de diferenciación: producir de manera sostenible dejará de ser un atributo y pasará a ser una condición de acceso.
Tercero, la implementación. El acuerdo requerirá aprobación parlamentaria en ambos bloques. En Europa, mayoría calificada en el Consejo y validación del Parlamento. En el Mercosur, cada país deberá completar su proceso interno —en Argentina, con aval del Congreso— y solo regirá para quienes lo ratifiquen.
El acuerdo abre una ventana histórica. Pero el tamaño de la oportunidad será proporcional a la capacidad de ejecución: regulación inteligente, inversión, coordinación público-privada, visión estratégica y velocidad.
Si el Mercosur logra hacerlo, no estaremos solo ante un tratado comercial, sino ante un cambio de posición en el mundo.
El momento es ahora.

