Fue uno de los cantantes más refinados y glamorosos del rock nacional. Como líder de Virus, hizo cantar y bailar a los jóvenes de los 80 y se convirtió en una de las figuras más populares de la década. Hoy, a 37 años de su muerte, continúa siendo un ídolo tan vigente como irremplazable. Sin embargo, los comienzos de Federico Moura no tuvieron que ver solo con la música, el medio que lo entronizó. Así lo revela –entre otros temas- la biografía Perfecto Hermoso Veloz Luminoso, del periodista Gustavo Bove, que la editorial Sudamericana publicó recientemente.
Primero, recién comenzados los 70, el joven de La Plata estudió Arquitectura en la UNLP y se interesó por el Siloísmo, un movimiento que ganó trascendencia mundial bajo el nombre de Humanismo Universalista. En esa misma época desarrolló su pasión por los perros, en especial por los boxer. Era activamente heterosexual, todas sus novias eran hermosas y descollaba como jugador de rugby (en la posición de inside) en La Plata Rugby Club, y de fútbol, al punto que le hubiera gustado ser jugador de Estudiantes.
Según sus allegados, ser zurdo como Maradona y Messi y ser muy veloz hubiera bastado, si se lo proponía, para cumplir ese deseo. Otro detalle que recuerdan es que como deportista era muy elegante (condición que, años después, mantuvo y desarrolló a ultranza en el ámbito de la música profesional). Su mejor amigo durante la secundaria y la facultad fue Fernando Bustillo, quien decía ser familiar de Alejandro Bustillo, el famoso arquitecto que diseñó el Hotel Llao Lao de Bariloche y el complejo Bristol de Mar del Plata. Pese a los vaivenes de la vida, terminó siendo su asistente personal y lo acompañó hasta el momento de su muerte.
Todo hacía prever que la vida de Federico transcurriría en la ciudad de las diagonales por muchos años. No obstante, en el 73 dejó la casa familiar y, luego de haber aprobado con excelentes notas siete materias, abandonó la facultad de Arquitectura y Urbanismo local para radicarse en Capital Federal y dar un volantazo.
Eso lo logró, en principio, gracias a que su padre –el abogado penalista Jorge Federico “Pico” Moura, especializado en expropiaciones- le facilitó el departamento que había adquirido en el piso 10 del edificio ubicado en la esquina de Arroyo y Suipacha, en la zona de Retiro. A partir de ahí se hizo habitué de la peatonal Florida y de todo lo que por allí sucedía. Y aunque el Insituto Di Tella había sido cerrado por el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía en 1970, se empezó a relacionar con la elite que estaba directamente asociada a exintegrantes de aquel templo de las vanguardias artísticas, como Marta Minujín, Julio Le Parc, Clorindo Testa y Federico Klemm, entre otros adelantados.
La influencia de semejantes talentos, y del rico entorno creativo que los rodeaba, dio sus frutos de una manera insospechada: empezó a diseñar ropa. Y generó su propia marca, llamada Limbo, en compañía de dos excompañeros de la carrera de Arquitectura: Mario Lavalle y Cecilia García. Como si esto fuera poco, se encargó de venderla personalmente, en un local del subsuelo de Galería Jardín, el 282, también propiedad de su padre. La idea había nacido gracias a su relación con Juan Risuleo, propietario de Ropas Argentinas, la famosa boutique de Galería Recamier, en Belgrano (que luego se mudó a Galería Jardín, a otro local del padre de Federico, el 285).
Limbo tenía una decoración de avanzada: el piso era de goma marrón, las paredes estaban pintadas en esa misma tonalidad y la iluminación procedía de unas pantallas de fábrica. Una parte de los diseños estaba exhibida en unos cubos con patas de vidrio y la otra parte colgaba de caños galvanizados, en perchas, algo no muy convencional para la época. En aquel entonces, la ropa masculina no pendía de perchas. Las camisas, por ejemplo, lucían dobladas sobre una estantería y los pantalones adentro de una vitrina. También, algo poco habitual, era que el local tuviera probadores, para que los clientes pudieran testear cómo les calzaban las prendas. Algo atípico en el universo masculino de los 70.
Federico era un vendedor especial. Era muy callado y no incitaba a la compra. Se reconocía fundamentalmente como el diseñador de las prendas y casi le daba lo mismo venderlas que no. En todo caso, prefería que las adquiriera quien realmente las apreciara. Su pasión estaba puesta en el diseño, en los bocetos que dibujaba a mano, en lo creativo más que en el rédito comercial. Y no era egoísta: en Limbo había espacio para las prendas de otro Moura, las de su hermano Julio, quien fabricaba cinturones con cintas para enrollar cortinas de plástico transparente y otros de trenzado de cuero, de estilo marroquí.
Aunque lo mantuvo casi en secreto, poco tiempo antes de inaugurar Limbo, Federico había intentado ingresar al mundo de la moda por otro camino: el del modelaje. Como era realmente esbelto, flaco y bello, y su rostro no pasaba desapercibido en ningún ámbito, decidió hacerse un book de fotos que repartió en varias agencias de modelos. Pero el aproach quedó ahí porque su estatura era escasa para los estándares de aquella época. Podría haber probado suerte con la publicidad gráfica, pero se sintió frustrado por no poder ser modelo de pasarela y dio por culminada esa etapa.
De todos modos, ya con Limbo en actividad, “sublimó” su interés por el modelaje a través de la organización de desfiles. Dos veces por año, presentaba las colecciones Primavera/Verano y Otoño/Invierno de su propia marca y de Ropas Argentinas. Lo hacía sin medirse en gastos y siempre en el Salón Tudor del Hotel Claridge. Convocaba a las y los mejores modelos del año, que siempre eran los más caros. Como Ginette Reynal y Carlos Iglesias, la reina y el rey de los desfiles de los 70. Y aunque se percibía como un moderno, sus desfiles terminaban a la vieja usanza: con una novia cerrando la pasarela. Salvo por una ocasión, cuando optó porque todos los modelos masculinos y femeninos aparecieran al final vestidos con ropa de casamiento.
Digamos que lo realmente innovador de sus desfiles era la música, un elemento por entonces no considerado esencial. Había mucha música brasileña, se escuchaban canciones de Caetano Veloso, Gal Costa y Gilberto Gil y una novia podía cerrar con un tema de Alice Cooper. La selección musical la escogía el propio Federico y el DJ era Dani Nijensohn, el también propietario de la famosa disquería El Agujerito, ubicada en Galería del Este, a pocas cuadras de Galeria Jardín y, por ende, de Limbo. Los desfiles de Federico eran siempre alegres y festivos, duraban 50 minutos y eran al ras del piso, nunca sobre una pasarela.
Luego de transitar durante tres años los caminos de la moda, en 1976 Federico decidió deshacerse de Limbo. Se había cansado de las responsabilidades y de la esclavitud que, a esa altura, le significaba estar al frente de un negocio full time. Se propuso, primero, volver a viajar, y luego, probar suerte nuevamente con la música.
Con el dinero que cosechó por la venta del fondo de comercio (y por el stock de prendas de Limbo) se fue a Europa y a Nueva York. En Londres quedó subyugado por el punk y la cultura nihilista del “No Future”. Estando allí, en marzo de 1977, su hermano mayor Jorge Horacio Moura –militante del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo)- fue tomado rehén en la casa paterna de La Plata por “un grupo de tareas” y desde entonces engrosa la lista de desaparecidos de la última dictadura militar.
Al regresar a la Argentina, cinco meses después de aquella tragedia familiar, Federico se dispuso a dejar atrás sus intereses por la arquitectura y la moda y a concentrarse en su primera vocación: la música. Al fin y al cabo ese había sido su primer canal creativo. En 1967, con solo 17 años, había integrado Dulcemembriyo, un quinteto con compañeros del colegio secundario, que hacía mayoritariamente covers de The Who, los Beatles y de Bee Gees –más algunos hits nacionales como “Ana no duerme”, de Almendra y “Soy amigo de las flores”, de Palito Ortega-, en un contexto musical platense donde convivían la psicodelia de La Cofradía de la Flor Solar y expresiones del movimiento beat, como las de Diplodocum Red & Brown, la banda que integraba Skay Beilinson (mucho antes, por supuesto, del advenimiento de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota).
El nombre del grupo surgió de la especialidad culinaria de la abuela del cantante, Luis María Canosa: la pastafrola con dulce de membrillo. Tal vez por su entonces condición de tímido, el rol de Federico en la formación era el de bajista, instrumento que ejecutaba al estilo de John Entwistle, de The Who. Los ensayos se realizaban a veces en la casa de la abuela de Federico y otras en la casa paterna. Tocaban en colegios y clubes y su nivel de producción era semi profesional, al igual que el de otras bandas nacidas en las aulas de los establecimientos secundarios, Pese a ser menor de edad, con este grupo llegó a viajar al exterior y tocar, inclusive, en los carnavales de Bolivia. Como dato de color se podría agregar que el autor de varias de las letras de los temas de Dulcemembriyo fue el mismísimo Indio Solari.
Cuando decidió volver a la música, a cinco años del final de aquella primera experiencia, y después de sus regodeos con la arquitectura y la moda, lo hizo con un deseo bien claro en mente: esta vez intentarlo como cantante. La idea lo empezó a seducir en Londres, cuando vio en vivo a David Bowie y quedó rendido ante su despliegue de glamour y teatralidad.
Al frente de su nuevo grupo, Las Violetas, enrolado en la new wave que impulsaban B-52’s y otros grupos del exterior, recorrió entero el circuito de confiterías y pubs de La Plata y también, en el verano, el de la costa atlántica. Si bien este grupo tampoco llegó a los estudios de grabación, se trató de una experiencia más profesional y se lo podría definir como el antecedente directo de Virus, la agrupación que lo catapultó a la fama y lo hizo brillar como nunca, antes de su repentino fallecimiento a causa del SIDA, el 21 de diciembre de 1988.

