¿Por qué evitamos abrir un paraguas bajo techo, brindamos mirando a los ojos o tocamos madera para espantar la mala suerte? Con esa pregunta se presenta el último libro Charlie López, Todo tiene su historia.
El docente, historiador y escritor propone hacer un recorrido por el origen de las creencias y las supersticiones más populares en el mundo occidental: besar el pan antes de tirarlo, dejar caer un pañuelo, el Ekeko inmune al cigarrillo, las tijeras (¡que nunca se caigan!)
Además, revisita los objetos de uso cotidiano para tratar de analizar y comprender su historia. Es el caso del tenedor y sus antepasados, el inodoro y el enojo que le causó a la reina Isabel, y los tacos altos impuestos por un rey francés de baja estatura.
A continuación, unos fragmentos que invitan a su lectura:
Los egipcios fueron los primeros en asociar el paraguas con la mala suerte, aunque lo que en realidad fabricaban eran sombrillas confeccionadas con papiros y plumas de pavo real. Por otra parte, en el Antiguo Egipto se creía que el pabellón celestial estaba formado por el cuerpo de una diosa llamada Nut, a la que representaban como una mujer arqueada sobre la tierra, con la piel azul y salpicada de estrellas. Estas sombrillas eran consideradas la encarnación, en pequeña escala, de la diosa en cuestión, por lo cual solo podían utilizarse sobre las cabezas de la nobleza. La sombra que arrojaban era considerada sagrada y un sacrilegio y señal de mala suerte ingresar a ella, aunque fuese por accidente.
La superstición asociada con el paraguas que se abre dentro de una habitación o una casa habría surgido en el Londres del siglo XVIII cuando estos utensilios portátiles de metal se hicieron populares en la capital inglesa. Era común, en ese entonces, que las puntas de estos artefactos causaran accidentes entre las personas presentes y, en muchos casos, la rotura de objetos valiosos, dando origen a discusiones y peleas de distinto grado. Así, gradualmente se llegó a la costumbre de no manipularlos en espacios cerrados, y con el tiempo se convirtió en superstición.
El amarillo fue un color muy apreciado por las culturas antiguas. Para los egipcios representaba la buena suerte; para los chinos, un símbolo de estatus, y para los romanos, el color de la pureza. Algunas etnias prehispánicas lo asociaban con el conocimiento divino, además de relacionarlo con la luz, el oro y el sol.
Sin embargo, en la Edad Media comenzó a enarbolarse banderas amarillas en lugares afectados por epidemias. En consecuencia, dada su asociación con la enfermedad y la muerte, este color adquirió una creciente connotación negativa. Además, se le sumó un hecho fortuito ocurrido en el siglo XVII. El 17 de febrero de 1673 el dramaturgo y actor Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673), más conocido como Molière, murió horas después de haber dejado el escenario donde, vestido de amarillo, había representado su obra El enfermo imaginario. Este lamentable suceso excluyó definitivamente a este color de muchos teatros del mundo, hasta la fecha. Como si lo expuesto fuera poco, la tradición indica que ese era el color que vestía Judas Iscariote la noche que traicionó a Jesús.
Fue así, a través de ese terreno plagado de ambigüedades, como el amarillo llegó hasta nuestros días con relativa vigencia, elegido por algunos, más allá de su historia, y evitado por otros, que optan por el camino más seguro.
Esta superstición encuentra su origen en el Antiguo Egipto, pues allí el triángulo que formaba una escalera contra cualquier pared era considerado sagrado y una señal de buena suerte. De ahí que las tumbas de los faraones y otros símbolos tuviesen esa forma. Dado que, según sus creencias, una escalera había rescatado a Osiris de la oscuridad, en las pinturas simbolizaban el ascenso de los dioses y se solía colocar escaleras en las tumbas de los reyes para ayudarlos a ascender a los cielos. Por lo tanto, se consideraba una deshonra que un ciudadano común pasara por debajo de ellas pues podía interferir con el tránsito espiritual.
Varios siglos después, los cristianos tomaron esta superstición y la adaptaron a su propia fe. Para ellos, una escalera apoyada contra una pared forma un triángulo que representa la Santísima Trinidad, o sea el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Caminar a través de él era considerado un acto de sacrilegio, que no solo atentaba contra lo divino, sino también atraía la mala suerte. Además, la escalera apoyada sobre la cruz durante la crucifixión de Jesús la convirtió en un símbolo de infamia, maldad y muerte.
Desde entonces hubo múltiples representaciones de adhesión a esta creencia; por ejemplo, en Inglaterra y Francia del siglo XVII obligaban a los condenados a muerte a caminar hacia la horca debajo de una escalera, mientras el verdugo explícitamente se desplazaba a su alrededor.
En la antigüedad, uno de los antídotos más comunes para evitar los efectos negativos de una superstición era el “fico”, que consistía en cerrar el puño mientras se permitía que el pulgar emergiera entre los dedos índice y medio. Así, el puño se apuntaba al objeto o situación en cuestión, en este caso la escalera, para contrarrestar las consecuencias nocivas de esta creencia. Téngase en cuenta que el fico también era un símbolo fálico romano, considerado el precursor del dedo medio extendido.
Una última teoría para justificar esta superstición apela a la practicidad y la sensatez. Quien evite caminar debajo de una escalera tendrá menos posibilidades de resultar herido por la caída de personas o elementos contundentes.
La práctica de cruzar los dedos para pedir deseos o tener buena suerte es muy antigua. Hasta el año 313 en que se promulgó el edicto de Milán estableciendo la libertad de culto, en el Imperio romano los cristianos fueron perseguidos. Por entonces, muchos de ellos comenzaron a cruzar los dedos de manera que formaran una cruz, era su manera de pedir a Jesucristo que los ayudara. Luego, se convirtió en un saludo secreto que les permitía a los cristianos identificarse entre ellos.
Originalmente, esta práctica requería la participación de dos personas que cruzaban sus respectivos dedos índices: debajo el dedo de quien solicitaba el deseo y encima el índice de quien apoyaba psicológicamente para que se concretara. Según las creencias cristianas de la época, dicha intersección indicaba la morada de los espíritus benéficos, por lo cual un deseo gestionado de ese modo quedaba sujeto a la cruz hasta que se cumpliese.
Con el paso del tiempo, la práctica perdió parte de la formalidad de origen, no siendo necesaria la asistencia de una segunda persona para formalizar el pedido. Bastaba con que alguien cruzara sus dedos medio e índice para formar una suerte de cruz y así cumplir con el rito.
En Grecia y Roma de la Antigüedad, se relacionaba al vino con los dioses Dionisio y Baco, asociados a su vez con la alegría y la fertilidad. Recuérdese, por otra parte, que el primer milagro de Jesús, de acuerdo con el relato del Evangelio de Juan, fue convertir el contenido de seis tinajas llenas de agua en vino; además se lo considera sagrado por representar la sangre de Cristo durante la Eucaristía.
Entre las supersticiones positivas, una de las más populares sostiene que el vino derramado sobre la mesa augura buena suerte y prosperidad, sobre todo si se moja el dedo índice sobre el líquido esparcido y se hace la señal de la cruz en la frente de los comensales a la vez que se dice “¡Alegría! ¡Alegría!”.
Hay quienes pasan el dedo mojado detrás de la oreja del responsable y los demás asistentes, aunque otros sostienen que esto último solo se aplica cuando se trata de champagne y obedece a la similitud que existe entre el lóbulo de la oreja y la primera etapa del embrión.
Al beber vino, o cualquier otra bebida con la que se improvise un brindis, es de buena ventura no cruzar las copas e imprescindible mirarse a los ojos. Quienes no lo hagan pueden sufrir algún tipo de desgracia, sobre todo en su vida amorosa.
Por otra parte, los supersticiosos consideran un mal presagio apoyar el vino sobre la cama o brindar con agua debido a que, según la mitología griega, en el inframundo los muertos bebían agua en lugar de vino.
En la Edad Media, servir vino con la mano izquierda era considerado una falta de respeto o una señal de traición dado que la sinistra (“izquierda”, en latín) estaba relacionada con el demonio.
Plantar hortensias junto a la entrada de una casa o tenerlas en el interior de la misma puede ocasionar diferentes daños, aseguran los supersticiosos. Tal vez el más popular es el que hace referencia al dicho “Hortensias en la casa, las mujeres no se casan” por creerse que esta planta de hermosas flores de diferentes colores, atrae la soledad, además de simbolizar la soltería y la viudez. En el caso de la mujer casada, puede dar origen a una mala relación con el cónyuge.
El Feng Shui recomienda no utilizar hortensias como parte de un arreglo floral ni tenerlas en ningún lugar dentro de la casa por considerarlas una señal de aislamiento y fracaso.
Siglos atrás, se consideraba ofensivo regalárselas a una mujer casada por entenderse que alentaban a tener un cortejo. Al parecer, esta creencia está relacionada con el naturalista Philibert Commerson (1727-1773) —que introdujo la hortensia en Francia, proveniente de China— y la dama a quien le dedicó esta planta. Se trataba de la astrónoma Nicole-Reine de la Briére Lepaute (1723-1788), llamada Hortensia en la intimidad; era la esposa de uno de sus amigos, el famoso relojero parisino, y con quien el científico mantenía una relación íntima.
Quienes dibujen una cruz de sal gruesa en las puertas de sus casas, en el terreno donde estas se encuentran o en el aire, arrojando varios puñados de este mineral, estarán protegidos de las tormentas y las energías negativas. Así lo establece una superstición proveniente de la antigua Europa y difundida en casi toda Hispanoamérica.
Distintas culturas europeas y orientales consideraban a la sal un elemento de purificación, protección y buena suerte. A ello debe sumársele la convicción popular de que el diablo la detesta. De ahí que a la sal se le hayan atribuido poderes mágicos y sobrenaturales.
Esta práctica se puede reforzar clavando un cuchillo en el centro de la cruz, técnica derivada de nuestras culturas indígenas que —aseguran los agoreros— disipará las nubes cargadas de lluvia y protegerá a nuestras casas de cualquier tipo de daño.
Hay quienes sostienen que ya en la Edad Media se clavaban cuchillos en la tierra para alejar a las tormentas y los malos espíritus, mientras que dentro de nuestro folclore rural se lo hacía para augurar buenas cosechas y para ahuyentar a las plagas.
Bonifacio fue un misionero inglés enviado por el papa Gregorio III a evangelizar algunos países del centro de Europa. Cuando llegó a Alemania alrededor del año 730, descubrió que los antiguos germanos, influenciados por la mitología nórdica, creían que la tierra y los astros pendían de un árbol gigante al que llamaban Yggdrasil, cuyas raíces estaban en el universo y su copa en el cielo.
También observó que, para celebrar el solsticio de invierno, el día más corto del año, decoraban los robles —árbol al que consideraban sagrado por estar asociado con Thor, dios del Trueno— con antorchas para luego bailar alrededor de él.
Bonifacio, cuenta la leyenda, derribó el Roble de Thor para demostrar la superioridad del cristianismo y, a la vez, probar que no sufriría castigo alguno de parte del dios del trueno, por lo cual muchos germanos se convirtieron.
En lugar del roble, Bonifacio señaló un pino, elegido por su forma triangular asociada con la Santísima Trinidad y al que, en lugar de antorchas, se lo comenzó a decorar con manzanas que representaban la tentación y luego con velas que representaban la luz de Dios.
Ya en la Edad Media, el árbol de Navidad era popular en Alemania y fueron los emigrantes quienes gradualmente llevaron esta tradición a otros países. En el Reino Unido se popularizó gracias al casamiento entre la reina Victoria (1819-1901) y el Príncipe Alberto de Sajonia (1819-1861), de origen alemán. Aunque su verdadero auge se dio en el año 1848, cuando la revista Illustrated London News publicó un dibujo de la familia real inglesa reunida en el castillo de Windsor alrededor de un árbol de Navidad, adornado con velas, juguetes y dulces. La imagen de esta pareja joven y moderna alentó a muchas familias británicas a adoptar esta antigua tradición germana a la que se conoce como weihnachtsbaum, que traducido literalmente significa “árbol de la noche santa”.
En 1880, la tala indiscriminada de pinos para usar como árboles de Navidad comenzó a afectar los bosques de Alemania. Fue entonces cuando se comenzaron a fabricar los primeros árboles artificiales, en principio con plumas de ganso y luego reemplazadas por otros materiales hasta llegar, con el correr de los años, a los de plástico que hoy conocemos.


